
Tu zumo está muy bueno, pero el mío sabe mejor. Ya sé que no exprimo tan bien como tú, y que tardo más, y que hago menos fuerza, y que queda mucha pulpa y jugo dentro de la piel de la naranja. Ya sé que salpico mucho, y que a veces derramo gotas sin querer. Pero la naranja la corto yo, y cojo el exprimidor, y busco el punto exacto donde colocar la naranja, y la presiono, y aprieto un poquito y luego un poco más. Y voy girando la muñeca, como te he visto hacerlo a ti, y ni te imaginas que felicidad siento cuando veo las gotas caer. Y cuando tengo un poquito preparado, me apresuro a verterlo en un vaso.
Y quizá derrame algo, pero sé que tiene solución, y cogeré una bayeta si necesito limpiarlo. Y cuando ya tengo algo de zumo en el vaso lo bebo y… ¡está riquísimo! Mucho mejor que el comprado, mucho mejor que el tuyo, mucho mejor que el del abuelo, porque este lo he hecho yo, y no es soberbia (lo sabes): es satisfacción.