Resultó que, aunque el semillero tuvo mucho éxito, el arenero se convirtió en el rey del periodo de adaptación: todos querían jugar en él, y tocar la arena y moldearla, y hacer pelotitas, y dibujar un barco usando un molde, y amasarla con el rodillo,… El arenero era tan divertido y atractivo que, aunque la maestra había repetido una y otra vez con paciencia infinita que sólo había sitio para dos niños y que si alguien quería jugar en la arena debía esperar a que uno de los dos afortunados que habían conseguido plaza se cansara y abandonara el puesto, SIEMPRE había cuatro o cinco críos revoloteando por allí, haciéndose hueco para llegar al ansiado tesoro moldeable. Es que ¿quién querría dejar de jugar en el arenero?
La maestra también había dejado claro y repetido una y otra vez, un día tras otro, que sólo se podía moldear la arena sobre la mesa de trabajo, teniendo cuidado de que no cayera al suelo, ya que si no tenían cuidado, la arena iría desapareciendo poco a poco, pues al barrer el aula el cepillo arrastraría todos y cada uno de los pedacitos caídos. Y también había dicho que la arena era de todos y que todos eran responsables de cuidarla, porque así podrían seguir jugando todos con ella más tiempo. La consecuencia natural de no seguir las normas de uso era que, tarde o temprano, la arena desaparecería.
Los niños escuchaban y asentían, y cuando volvían al arenero, vuelta a tirar arena al suelo…
Y entonces pasó una cosa. Una mañana en la asamblea para elegir qué tarea quería hacer cada uno, una niña dijo: «Quiero ir a jugar con la arena», y la profesora, tranquilamente y sin reproche alguno, le respondió: «Hoy no podréis jugar en el arenero; se ha gastado el poquito que quedaba, así que tendremos que esperar unos días hasta que pueda ir a comprar un paquete». Los niños no tardaron en demostrar su frustración, e incluso algunos se acercaron a levantar la tapa del arenero para comprobar que estaba vacío.
Al día siguiente, preguntaron ilusionados por el paquete de arena, pero la maestra no había podido ir a la tienda… y tardaría unos días en poder ir, porque la tienda no estaba cerca. Cuatro días pasaron, cuatro interminables días, hasta que una mañana la maestra apareció con una bolsa. «Amigos, ayer pude ir a buscar arena, ¡hoy podéis jugar en el arenero!», exclamó. A todos se les dibujó una sonrisa de oreja a oreja, ávidos de moldear la entretenida masa con sus pequeños dedos. «Eso sí, amigos míos, recordad que sólo pueden jugar en el arenero dos niños a la vez, y que jugamos con la arena procurando que no caiga al suelo para así poder disfrutar jugando con ella más tiempo, ¿entendido?», recordó la maestra sonriendo.
Los niños dijeron que sí, y lo decían de verdad porque, desde ese día, fueron más cuidadosos jugando con la arena (aunque de vez en cuando algo se caía porque nadie es perfecto), y aquel paquete les duró muuuuuuucho tiempo.